martes, 2 de junio de 2009

Desierto extremo

En estas fechas se empieza a sentir el calor, llega el caliente verano, el implacable calor.


Pronto estará aquí “la extrema desértica”con el viento, el polvo del camino, la estepa con las largas e inacabables rectas sedientas y quebradas del barbecho aragonés, una de las más duras y la mismo tiempo más atractivas carreras del calendario atlético español. 400 participantes acudieron el año pasado a la llamada del Desierto entre los que se encontraban los mejores atletas aragoneses y los más destacados de los corredores de aventura de toda España.


Este tiempo y esta cita atlética me recuerdan una historia que he leido no hace mucho y trata sobre otro evento atlético. Aunque ciertamente, algo más exigente, “el marathon des Sables”.



El marathon de Sables es una carrera anual de doscientos cincuenta kilómetros a través del océano seco del desierto marroquí. Los competidores están sumergidos en un aire extremadamente caliente que fluye sobre su piel, les llena los pulmones y los baña por fuera y por dentro. Corren sobre olas de arena: un fluido denso y seco que los salpica a cada paso mientras los pies se hunden bajo su superficie. Sobre sus cabezas hay un reactor nuclear, el Sol, que envía radiaciones a través de una atmósfera demasiado delgada y transparente para proteger a esos intrusos que atraviesan el desierto bajo sus rayos.
En una de sus ediciones, la de 1994 había ciento treinta y siete intrusos que transportaban su propio microambiente portátil para defender su cuerpo de lo que lo rodeaba. Excepto los sectores con agua de los puestos de control, los corredores debían atravesar el desierto con alimentos, mudas de ropa, un saco de dormir y objetos para emergencias en su mochila. Competían contra los demás atletas, pero sobre todo, competían con el desierto.



Tras recorrer treinta y dos kilómetros de la etapa de ochenta kilómetros -la cuarta y más larga del maratón-, Mauro Prosperi mantenía un buen ritmo, tanto que por la tarde estaba en séptimo lugar. Pero estaba a punto de enfrentarse a un despliegue mucho más difícil de oponentes. La temperatura era de cuarenta y seis grados. El aire caliente comenzaba a formar vientos arremolinados. De pronto, Prosperi creyó que podía ver la senda, así que siguió corriendo. Los granos de arena en suspensión por el viento le perforaron la piel como agujas, haciendo que le sangrara la nariz y cerrándole la parte interna de la garganta. Su espíritu competitivo no pudo vencer la creciente ferocidad de la tormenta. Finalmente se detuvo, se arrastró hacia un arbusto y se envolvió una toalla alrededor de la cara. Durante todo el día el viento azotó las dunas hasta convertirlas en un océano enfurecido, que obligó a Prosperi a cambiarse de lugar varias veces para no quedar sumergido bajo una ola de arena. Con el tiempo se hizo de noche. Y por la mañana, la tormenta de arena había cesado.


Cuando Prosperi abrió los ojos sólo vio arena en todas partes. La competición entre atletas era ahora una contienda con la naturaleza. Su meta ya no era ganar la carrera sino permanecer con vida. Obviamente, el desierto del Sáhara no es compatible con la vida humana. Habitualmente, las temperaturas diurnas son superiores a treinta y siete coma siete grados, y las nocturnas pueden ser inferiores a cero. Para el ojo no entrenado, la comida es escasa y el agua, inexistente. Gracias a una adaptación evolutiva y a generaciones de sabiduría acumulada, los tuareg, del Sáhara Central y Occidental, se las ingenian para sobrevivir, diseminados como nómadas que arrancan al desierto su subsiestencia. Pero Prosperi era un policia italiano de tránsito y era la primera vez que estaba en el desierto.


Continuará.

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