jueves, 4 de junio de 2009

Mauro Prosperi perdido en el desierto




Continuación de la aventura






La mañana siguiente a esa feroz tormenta de arena, Prosperi trepó hasta la cima de una duna muy alta. No vio rastros de senderos ni de ningún camión de apoyo o campamento base. El manual del maratón decía con claridad qué debía hacer alguien que se perdiera en el desierto; no moverse y esperar a ser rescatado. Prosperi obedeció las reglas. Hacia el final del día un helicoptero de búsqueda pasó sobre su cabeza. Él agitó los brazos frenéticamente, pero los del helicóptero no lo vieron asándose bajo el sol. Bebió lo que le quedaba de agua y después para reciclar sus fluidos, orinó sen la cantimplora. Entonces se quedó dormido en la cima de la duna toda la noche.
En la quietud de la mañana siguiente, Prosperi sólo alcanzó a ver sol y arena. No había ningún movimiento en el cielo ni en el horizonte. Como no tenía agua ni sombra a mano, pensó que lo más probable era que el sol lo matara en uno o dos días y decidió que no se quedaría quieto. Después de vagar sin meta fija durante unas horas bajo el sol, vislumbró una pequeñá estructura en la lejanía y se dirigió hacia ella. Resultó ser un santuario musulmán vacío. La misma necesidad imperiosa de protegerse del sol también había inspirado a otras especies: descubrió que compartía el refugio con una colonia de murcielagos. Prosperi comenzó a parecerse mucho a otros animales del desierto. La sed y el hambre son poderosos motivadores, y el instinto de supervivencia de ese policía italiano se activó pronto. Trepó a la parte inferior del techo, se apoderó de dos murciélagos dormidos y les retorció el pescuezo. Después de chuparles la sangre, se los comió crudos. Dos días en el desierto habían convertido a un corredor de maratones en un depredador oportunista. Al amanecer del cuarto día que Prosperi pasaba en el desierto desolado, un avión sobrevoló el santuario, pero no vio la bandera italiana que él había sacado de la mochila y colgado afuera en un poste ni las letras SOS que había dibujado en la arena. Hacia el mediodía el sol había transformado su decepción en desesperación. Pensó entonces en suicidarse y se cortó la muñeca con su cuchillo de supervivencia. Pero su sangre deshidratada era tan espesa que enseguida se coaguló. Cuando el sol se puso, el aire le refrescó el cerebro, despertó su voluntad consciente y, con ella, su instinto de supervivencia. Veía montañas en el horizonte. Al recordar que la línea de llegada estaba al pie de una cadena de montañas, echó a andar hacia ellas. Tratando de ser más listo que su adversario, Prosperi inició su caminata a primera hora de la mañana, antes de que el sol tuviera tiempo de concentrar todo su poder. Por la tarde se protegió contra un acantilado, dentro de una cueva o debajo de un árbol, y después reanudó la marcha a última hora de la tarde. Por la noche cavó un poco en la arena para mantenerse abrigado. Hasta ese momento, su supervivencia se había basado en una combinación única de conducta animal primitiva mezclada con los recursos propios de la civilización, que todavía llevaba consigo. Calmó su sed mascando toallitas húmedas y lamiendo el rocío de la mañana en hondonadas y rocas. En el lecho seco de un rio, o uadi, arrancó unos pastos y chupó las raíces que seguían húmedas. Bebió su propia orina, pero guardó un poco para hervir un paquete de comida congelada y seca con su quemador portátil. Comió insectos y plantas, e incluso un ratón, que mató con una honda que fabricó con una rama y una correa elástica. Cada día se acercaba más a las montañas...pero eran unas montañas equivocadas.
Continuará

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